Sergio Urribarri: en busca de la herencia más preciada

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Una mujer al natural, sin cirugías, su esposa es la primera persona a la que llama El Pato tras cada reunión importante. Se casaron el 17 de octubre de 1980, en una ceremonia que pareció más un acto político en la clandestinidad que un ágape familiar. Ella ya estaba embarazada de Damián. El romance de Urribarri con su gente continúa arriba del escenario montado en el gimnasio del colegio. Apenas le dan la palabra, se ríe de su baja estatura, un recurso al que acude seguido para ganarse el favor del público. Dice que el intendente es un “petiso agrandado”, pero que le gusta visitarlo porque es el único dirigente al que él, con un metro con 68 centímetros, puede mirar desde arriba. Buena parte de su discurso la usa para darse chapa de su cercanía con la Casa Rosada. Precisa que a las 12.21 recibió en su celular un mensaje de uno de los secretarios de la Presidenta y detalla que la noche anterior habló con “Carlitos” Zannini. Califica al de Cristina Kirchner como el mejor gobierno de la “democracia moderna”. Repite lo mismo dos días después en un pequeño local de San Salvador, un pueblo de 15.000 habitantes en el que entrega 20 viviendas sociales y anuncia una licitación por otras 40. Dice que las próximas elecciones son las más importantes desde 1983 y exige un compromiso absoluto con el proyecto. “Tiene que haber un castigo para los que boludeen en este momento”, sostiene, y cierra con lo máximo que se permite decir en público sobre sus aspiraciones: “Dios y la Presidenta dirán dónde estará cada uno en 2015″. Su apuesta a convertirse en el sucesor de Cristina Kirchner es la búsqueda de la tercera herencia de su vida política. La anterior la recibió de Jorge Busti, el caudillo peronista que en 2007 lo eligió para sucederlo en la gobernación y que poco tiempo después se convirtió en su máximo enemigo. Urribarri se ganó su confianza con la misma lealtad que hoy le ofrenda a la Presidenta. Empezó su carrera a los 28 años, como intendente en General Campos, un pueblo vecino de Arroyo Barú, cuando todavía estudiaba Economía. Después de presidir la Cámara de Diputados, entre 2003 y 2007 fue ministro de Gobierno de Busti. La relación terminó de quebrarse en el conflicto del campo, cuando Urribarri jugó fuerte en respaldo al gobierno nacional. La apuesta le costó un escrache en su casa y una derrota en las elecciones de 2009. Pero le garantizó un lugar en el universo kirchnerista. Se hizo conocido en ese mundo en el acto que se hizo frente al Congreso, en paralelo al que organizó la Mesa de Enlace en el Rosedal. “Ese día Scioli dio un discurso light y yo hablé desde las entrañas”, recuerda El Pato. La primera de las tres herencias la recibió de su padre, Jorge Urribarri, que presidió la junta comunal de Arroyo Barú en 1973. De él heredó su identidad peronista, pero también su instinto para las apuestas audaces. El viejo Urribarri les dio a sus hijos un curso acelerado de roce y picardía. De chico, los mandaba a levantar quiniela en las aldeas cercanas. Con diez años, el pequeño Sergio fue el único testigo de una jugada que recuerda como una hazaña. En una partida de naipes de madrugada, su padre ganó el dinero con el que compró un equipo de energía eléctrica y el primer televisor de la familia. Le hizo jurar al Pato que nunca le revelaría a su madre el origen de los fondos. Esa misma relación de confianza es la que el gobernador intenta mantener con sus hijos, a los que considera sus “mejores amigos”. Compruebo que hay algo de eso la última noche, cuando participo de una cena en la residencia que tiene en Paraná. Urribarri me recibe con un delantal de cocina y prepara con sus propias manos un dorado despinado que adoba con limón. No deja que nadie meta mano en la parrilla, ni siquiera Mauro y Bruno, dos de sus hijos. Después del acto en San Salvador, Urribarri visita Arroyo Barú. Lo recibe el director del hospital, que no es otro que el intendente Guillermo Urribarri, hermano del gobernador. Primero dan una vuelta por la cancha de fútbol, donde El Pato comenzó su carrera como futbolista. Jugaba de tres y soñaba con llegar a la selección. Pero, a diferencia de su hijo Bruno, que juega en Colón, tuvo un paso sin gloria por la liga de Concordia. Debió abandonar después de una suspensión de cinco fechas por juego brusco. “Uno se me iba y lo levanté por el aire”, recuerda entre risas. Mientras todo el pueblo duerme la siesta, van con su hermano al centro de jubilados para un partido de bochas. El Pato manda a Sergito a buscar un par de alpargatas blancas que siempre lleva en el baúl del auto. Enfrentan al ministro de Salud, Hugo Cettour, y a un empleado de “Guillo”. Después de dos días de recorridas, creo descubrir a un Urribarri al natural, que baja la guardia y se divierte como un chico. ”Dale, tirá, cara de verga”, lo apura al ministro de Salud, un supuesto jugador inexperto que se las arregla para tomar la delantera. “Sergito, andá preparando el decreto de renuncia”, le dice en broma a su secretario, para meterle presión al ministro. Los hermanos consiguen dar vuelta el resultado con un tiro de potencia del Pato y con varias jugadas de precisión de Guillermo. Con la victoria en el bolsillo, el gobernador mantiene abierta la disputa con su funcionario. “Tenemos ministro de Salud? hasta el próximo partido de bochas”, dice, y todos se ríen. Camino al helicóptero, Guillermo me dice que la victoria de recién no es casualidad, que conoce al Pato mejor que nadie y que siempre consigue todo lo que se propone. Unos segundos más tarde, la nave levanta vuelo y Arroyo Barú se ve cada vez más pequeño. El Pato se acomoda en la butaca y se coloca sobre los ojos una almohadilla para dormir. A la hora de soñar, prefiere volar bien alto.

 * Periodista Diario La Nación